Estaba en la Rambla de Guipúscoa por motivos que quedan fuera del alcance de lo que voy a relatar aquí. Pensaba ir a La Tapicería Café después, pero ese pensamiento resultó ser fruto de una falta profunda de comprensión espacial de la disposición del Districte Sant Martí (L2 Sant Martí y L2 Clot evidentemente no quedan nada cerca). Así que abrí mi mapa con marcadores y me he aproximado al Café Chico en bicing. Ha sido un lujo subir por el Carrer de las Navas de Tolosa; nunca he pisado esta calle. Aquí dentro suena «Tea for Two» de Gerry Mulligan aunque he pedido un filtrado (por influencia, admito, de L. que hace muy poco se ha marchado de la ciudad vuelta a la suya). No hay nadie, exceptuando al barista, una su (¿)compañera(?), que por los asuntos que trata en portugués con el barista diría que es co-dueña, y yo. Entra un hombre anodino de cuarentaipocos y el barista le confirma «un flat white con avena» antes de que él pueda siquiera abrir la boca. Chico, el barista, no tiene prisa, es que la familiaridad es cálida y hoy está nublado.
Se va el fulano tan anodinamente como vino. En el Café Chico la madera está de un tono bien claro, pero la misma composición de contrastes con baldosas blancas y con la salpicadura de verdes suculentas recuerda más al sur surfista de Portugal que de Los Ángeles. Entran dos rusas y reciben la bienvenida en forma de un «Good afternoon!» entusiasmado. Piden lo habitual. Hoy una ha decidido añadir una cookie a su pedido. No le falta vocabulario, por estas partes no se escucha «galleta», ni modo. Reciben sus cafés con sendas dos manos y se marchan. El pedido ha sido para llevar y ellas llevan ropa deportiva, o de ocio, pero sus cuellos tuercen con prisa.
Tanto yo como Chico y su pareja llevamos un año y medio en la ciudad. El barrio está chulo y las caras que entran le son mayormente conocidas, por la misma razón por la que estoy aquí yo. Chico habla suavemente, lo que le da al café un sabor aún más rico. Es de São Paulo, lo que sospechaba por su africación de las des y tes y por la ese final realizada en /s/ y no /∫/.
Entra un adolescente de origen chino y se queda callado, cabizbajo, haciendo el amor a la pantalla del móvil con sus ojos, o está enganchado a algo muy divertido, está muy aburrido, o está hecho un zombie. Entra otra vecina, española de raíces chinas, y pide una matcha para llevar con una velocidad que asemeja un jadeo inverso.
—No lo quieres demasiado caliente, ¿verdad? —Y es verdad.
—Gracias —dice, con la ese final dulcemente sibilante, una ese que tuve que aprender yo al llegar aquí, y de hecho ella es la única aquí ahora que lo dice bien sin fallar nunca porque ella es ella y nosotros somos nosotros.
Ella está rodeada por las caras blancas de inmigrantes. Coge su matcha, se despide de nosotros, todos, con la mano y se va con prisa. Chico aprovecha este rato de quietud para confirmar que el hombre–pantalla quiere lo habitual. Asiente con la cabeza, hasta levantando la mirada para reconocer el entorno circunstante, la situación a mano, que constituye el servicio que se le está prestando. Recibe, paga y se va. Ambula sin traza acústica.
Ahora entra el que sí se va a quedar un rato, el que no pide para llevar y no tiene prisa. Lleva gafas redondas y un bigote, sus mejillas recién afeitadas. Su chándal y zapatillas son olvidables, la típica combi Adidas blanco y negro con cualquier calzado blanco. Pero lo que cautiva es su chaqueta, que queda puesta encima de él aún ya dentro, de color verde entre reseda y hierba. No ha pronunciado ninguna palabra ni tan solo una sílaba desde que ha recibido su café. No habla castellano, o no quiere, o no hoy. Al pagar agradece al barista lo rico que ha sabido su café.
—¿Te ha gustado? —pregunta Chico, para ver si saca algo más que una formalidad norteña.
—Seguramente mejor de lo que puedo conseguir hacer en casa —contesta el irlandés, con una sonrisa ligeramente desequilibrada hacia la izquierda—. Igual tendré el molinillo medio roto, o lleno de demasiadas variedades distintas de café —añade.
Pero no es por ser borde, no busca minimizar el cumplido. Al revés, disminuía sus capacidades caseras hasta justificar una necesidad de tomar café fuera, materializar esa necesidad en una oración que descoloca posible nociones de deseo para dejar quedar nada más que una enfática razón de necesitar. Abre la puerta sin dejar de mirar el barista. Se marcha sin prisa.
Se ha puesto soleado y la cafetería se está cerrando y ahora me voy yo también. Se ha puesto soleado y me he ido y las terrazas ya están llenas. Bajo por el Carrer de las Navas de Tolosa, esta vez andando por la acera. Falta el encanto de la centralidad de los carriles vehiculares. Me desplazo por un lado de la calle por mi estatus de segunda clase que debo a —o más bien, se me otorga por— tener pies y no neumáticos. Para aprovechar de veras lo que nos proporciona la ciudad habría que ser un bus descapotable. Pero yo tengo un caput y dos piernas. No sé bien adónde dirigirme, o adónde me dirijo, ya que mis piernas se mueven una después de la otra de manera autónoma mientras voy tomando nota aquí arriba. He salido de casa sin tabaco para fumar menos y ahora mismo tengo ganas de fumar. Toca pasar por un estanco a comprar industriales y obedezco a la lógica de tal conclusión, cual buen esclavo. Me compro un mechero verde ya que voy sin, y por no haber cola detrás mío me permito el lujo de precisar el color. Salgo a la calle y enciendo el cigarrillo, o acaso se medita otro diminutivo más, cigarrillito, visto que es un Vogue, y me entran ganas de cazón en adobo. No tengo nada en la agenda que me cohíbe de este mi capricho, por lo que emprendo la ruta hacia El Manolo. Camino en el Carrer de València hacia el Besòs, lo que se me revela implicar subir una escalera para salir de un parque que no es parque que se halla en el triángulo formado por las calles València y Espronceda con Clot de hipotenusa. Ante mí se despliega una plazuela. Mirando hacia el mar, a una manzana se empieza el Carrer d’Aragó hacia el Llobregat y la Rambla de Guipúscoa hacia el Besòs. Levantando la mirada, se destaca la torre del Hotel Meliá Barcelona Sky, resplandeciente, del arquitecto francés Dominique Perrault. Nunca la he visto desde aquí, solo desde partes aleatorias de la Avinguda Diagonal cuando me capta atención por casualidad. Sigo rumbo a El Manolo y me capta esta vez un edificio evidentemente fuera de lugar y tiempo. Lo busco en Google Maps y es la Torre del Fang, una «antigua masía de Sant Martí» según José Gonzalo Vivas, un Local Guide, nivel 10, con ochocientas veinticuatro reseñas a día de hoy. Sigue el Sr. Gonzalo Vivas: «gracias a la lucha vecinal, se salvó de ser derruida por las obras del AVE». La siguiente reseña es de un tal Alejandro (nivel 7; no se apellida) cuya contribución se resume adecuadamente con sus cuatro primeras palabras: «Lugar abandonado y ocupado». Nuestro querido Don Gonzalo Vivas también aborda el tema e incluso se quejó, mas con ternura. Expone,
En la actualidad se encuentra abandonada por la Administración, pero no por los sin techo, que la tienen ocupada y que hoy 8 de enero del 2019 se ha prendido fuego.
Antiguas leyendas, datan el edifico en el siglo XIV y otros en el siglo XII, de todos modos sería muy importante recuperarlo nuevamente ya que es un testigo de nuestra historia.
Le doy un «És útil» a la reseña.
Una masía es un tipo de construcción que la RAE define como «casa de labor, con finca agrícola y ganadera, típica del territorio que ocupaba el antiguo reino de Aragón». En Cataluña, la franja de Aragón y el País Valencià, se le denomina también en masculino, de mas. Ambos nombres derivan del latín mansus, el participio perfecto de mandere ‘permanecer’, lexema que dio luz al nuestro remanir consignado al olvido.
La insólita (tanto para mí como para la ciudad) masía se queda a mi lado mientras avanzo por la próxima manzana. Me ruborizo. Me parece increíble que no tan solo es mi primera visión del Puente de Bac de Roda sino, antes bien, que hasta ahora me ha sido ignoto. Detrás de él sobresalen las colinas de Collserola y la Serralada de Marina, ahí donde sí tendría sentido encontrarse con una masía. Es pequeña la ciudad, dicen.
Giro en Carrer de Bac de Roda donde acaba Felip II. Me queda una manzana y los coches parados en la primera fila parecen esperar que yo cruce, cada uno mirándome atentamente a los ojos como si fuera yo el semáforo. En El Manolo me atiende el camarero antes de que me dé tiempo para sentarme. Pido un agua con gas y un cazón en adobo. Voyme a lavar las manos y no hay jabón en ninguno de los tres dispensadores (que corresponden a los tres géneros de instalaciones sanitarias en España: hombre, mujer, discapacitado). Al regresar a la mesa me espera mi cazón, con salsa tártara, salvia y limón. Viene acompañado por patatas que se quedarán intactas e inmóviles, lo siento. Saboreo la fritura marinera escribiendo treinta palabras por mordida. Satisfago a mi mano lo suficientemente como para soltar finalmente el bolígrafo y terminar el cazón. Me permito obedecer por última vez a mis ganas.
—Un americano descafeinado, por favor —y enciendo otro pitillo.
El cuento está por acabar y me percato de que no he mirado ni escuchado a nadie desde que me he sentado a comer. Suena «Madrid City» de Ana Mena. Cierro el cuaderno y me dirijo a la L2 hacia Paral·lel.